La mayoría de los libros de Historia siguen una línea continua y se rigen por una serie lógica de causa-efecto. Hitler llegó al poder, luego empezó su política de expansión, luego invadió Polonia, luego empezó la segunda guerra mundial, etc. Lo fascinante de este libro, por el contrario, es que renuncia a la Historia clásica para hablarnos de la Primera guerra mundial de forma discontinua y estableciendo correspondencias azarosas entre sucesos simultáneos.
Así explicado, puede resultar un tanto confuso, pero el esquema es muy sencillo y original. Peter Englund (historiador sueco y secretario de la famosa Academia de los Nobel) toma los testimonios autobiográficos (diarios, cartas, memorias) de veinte testigos y los va superponiendo uno tras otro. Cada capitulo abarca un pequeño episodio de la vida cotidiana de estos soldados, enfermeras, políticos, niños, mercenarios de múltiples nacionalidades. Los títulos informan del carácter próximo a la literatura de la narración histórica: "Paolo Monelli conversa con un muerto en el Monte Caroli", "Edward Mousley ve caer la nieve sobre Kastamonu", "Alfred Pollard resulta herido a las afueras de Zillbeke", "Willy Coppens es testigo de la metamorfosis de un insecto en persona", etc. A lo largo de seiscientas páginas vamos siguiendo los derroteros de estos personajes reales que se interrumpen para dejar paso a otro, y éste a su vez se abandona para dejarlo a un tercero, hasta que, de forma imprevista, volvemos a conocer un nuevo acontecimiento en la vida de aquel individuo que habíamos dejado páginas atrás.
Muchas escenas son impresionantes y los personajes elegidos no pueden ser más dispares. El más estrafalario de todos es Rafael de Nogales, un venezolano enfermo de ardor guerrero, que ya ha estado en dos guerras antes y que toma el transatlántico para combatir en el primer ejército que encuentre. Al principio quiere ir con "la heroica Bélgica", pero no, los belgas no le hacen ni caso, tan ocupados están peleándose con los alemanes. Lo intenta con Francia, con Alemania, con el Imperio Austrohúngaro... en algún lugar lo toman por espía, en otro le sugieren que vaya a Montenegro, que allí estarán encantados de recibirle. Por fin, termina alistándose... en el ejército turco. La visión del genocidio contra los cristianos armenios lo dejará marcado.
He dicho que todos los personajes son muy distintos entre sí. Hay, sin embargo, dos cosas en común: la mayoría tiene un fuerte carácter y son personas cultivadas. ¿Cómo no pensar en esa baby sitter inglesa que trabaja en San Petersburgo y se alista como enfermera del ejército ruso por amor a su patria de adopción? ¿O esa Olive King, neozelandesa, que acaba de conductora de camiones militares de los serbios? Y he dicho que son gente con una preparación superior. Paolo Monelli lleva en su mochila su ejemplar manoseado de la Divina Comedia y el ingeniero Lobatov lee en las trincheras a Clausewitz como un oráculo para tratar de adivinar cuando acabará la guerra.
Especialmente conmovedor es el rumbo de los que terminan muriendo. Ese soldado australiano que pierde la vida en Gallípoli; o ese pobre Kresten Andresen, un joven inofensivo que sueña con volver a su casa y ser maestro de escuela: desaparece en una de esas macabras ofensivas del frente francés.
A uno estas proximidades con la literatura le atraen. Ahora bien, si el planteamiento narrativo del libro es tan agradable, me pregunto qué renta sacamos a este poliedro de miradas sobre la guerra. ¿Cambia algo nuestra visión de lo que fue la Primera guerra mundial? ¿Hay detrás de todo una tesis, una nueva interpretación? Me parece que no: es difícil comprimir todo esta constelación de testimonios. Ni siquiera el título es del todo adecuado, quizá: hay mucho dolor y sólo un poco de belleza. Da la impresión de que el autor ha descompuesto la historia en miles de pedacitos, los ha tirado por la habitación y luego se ha alejado un poco para ver el resultado. Un resultado impresionante por su colorido, pero sin forma definida.
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