A pesar de que amigos inteligentes me lo ponían por los cuernos de la luna, nunca me entusiasmó Los restos del día, cuando lo leí allá por el año 91. En su momento se me antojó una novela demasiado correcta, tanto en lo literario como en lo político. La trama, el estilo, los personajes... todo era too much british como para que hubiera salido de las manos de un inglés de toda la vida. Ishiguro había escrito una novela tan inglesa que parecía escrita por un extranjero.No me metí con muchas ganas en esta otra novela del mismo autor, porque veinte años no es nada y todavía me duraba el aburrimiento del libro que lo había consagrado. Pero para mi sorpresa me encontré con un argumento provocador. Los experimentos médicos con niños, tal y como los cuenta Ishiguro, con esa frialdad que en Los restos del día sonaba artificial, ahora son sencillamente sobrecogedores. Todo transcurre en una época conocida del lector actual, los años ochenta y noventa, pero de pronto van facilitándose datos que nos trasladan a una sociedad materialista. egoista y despiadada. La incomodidad que sentimos no es superficial y quizá nos preguntemos si, en efecto, este mundo nuestro no es tan diferente del que cuenta Ishiguro. Si no hay millones de víctimas silenciosas, como los niños de la novela, que pagan con sus vidas los avances de la ciencia y el bienestar de otros.
Esto, por el lado de los aplausos. En el lado de los abucheos, me temo que a la novela le sobran doscientas páginas. El relato se enreda con detalles innecesarios; la narradora y protagonista, de tan memoriosa que es, resulta cargante. Tanto guiño elegante, tanta alusión a media voz. Ishiguro es sin duda un escritor inteligente al que le gusta establecer una relación cómplice con lectores de altura. Esto está muy bien, pero ya lo hizo Henry James con más talento. Ishiguro, una vez más, demasiado british.

