Ignoro si el título del último poemario de Enrique Baltanás se inspira lejanamente en aquel otro del argentino Baldomero Fernández Moreno: Setenta balcones y ninguna flor. Pero la casi coincidencia me sirve de pretexto para llamar la atención sobre la valentía antisupersticiosa del poeta sevillano: trece elegías. Ni una más ni una menos. Menospreciando el azaroso simbolismo de ese número maldito, la primera parte del libro (las trece elegías), es un recuento, desengañado y esperanzado a la vez, de las torceduras en el camino de la vida. El espléndido poema inicial invita a ingresar en un universo enfriado por el desencanto: “Ven conmigo, lector, por estos secarrales”. Evelyn Waugh aseguraba que, en el momento de su conversión, se sentía el creyente menos entusiasta de Inglaterra. Su decisión, decía, no era fruto del arrebato místico sino del razonamiento. Sin que la poesía de Baltanás pueda calificarse de confesional o teológica, ni remotísimamente, me parece que su punto de partida no deja de tener cierto paralelo con el de Waugh. Mirar, examinar, aprender, sostener, matizar son verbos frecuentes al comienzo del libro. El secarral del desengaño y el intelecto domina la andadura del un poeta que, no obstante, confía en que exista la luz de fuego al final. Como si no fuera con él, desde fuera, el yo va señalando las etapas de un recorrido doloroso que no concluye en la desesperanza total. Poco a poco se va afirmando la existencia de “alguien que traspasa con su luz las tinieblas./ Que dice que la vida no es absurda”. Y cuando se llega a las últimas elegías, de forma imperceptible, el poeta va girando su foco, alejándolo del escrutinio sobre el mundo y asomándose, muy pascalianamente, a su corazón. La fe no es entonces cosa mentale. “La luz del corazón llevo por guía”, escribía Villamediana. Este descubrimiento compensa de las deficiencias y sofismas que el intelecto encuentra en el mundo actual. Pero no atenúa el sufrimiento, pues la búsqueda en el interior de cada uno revela las propias miserias:
Nos duele la verdad como una espina
en la rosa escogida del rocío.
Con estos hermosos versos se cierra la primera parte del libro, elegíaca por severa y sentenciosa más que porque cante o llore la muerte de algún ser querido.
La segunda parte (Ninguna muerte) sirve de contrapunto a la austeridad formal de la primera. Diríase que Baltanás no puede evitar la belleza del heptasílabo o el endecasílabo clásico, la dicción machadiana, la sabiduría del orfebre. Los temas son semejantes a los de la sección anterior: fe y razón, desengaño y esperanza se combaten y se dan la mano continuamente. El tempus fugit salta de una página a otra.
Pero el secarral, anunciado antes como una petición de principios poéticos, empieza a desaparecer a causa de la lluvia fina de las imágenes. “Inventario de invierno: pensamiento”, afirma bellamente este constructor de greguerías en uno de sus poemas.
Retorna el oficio de Baltanás, demostrado en entregas anteriores. En cierta forma, esta renuncia a los pasos que había empezado a dar en el seco arranque del libro puede verse como una claudicación. ¿Puede hablar el poeta sin llanto, sin emoción, sin sonrisa, como se proponía en las primeras elegías? Desde luego unos cuantos poetas sí son capaces, pero no termina de ser el caso de Baltanás. Algo de lo que nos alegramos, por cierto, ya que esto nos permite saborear algunos de sus mejores momentos en este hermoso libro: “Tardías confidencias”, “Ramos de rosas” o “Enero”.
(Enrique Baltanás: Trece elegías y ninguna muerte, Sevilla, Siltolá, 2011)
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